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La escuela, un espacio para aprender a vivir y a convivir, por M. Teresa Feu



Para poder vivir y aprender en la escuela, se requiere disponer de normas que rijan las actuaciones de adultos y niños. Establecerlas es algo complejo, ya que se deben tener en cuenta las finalidades educativas y todas las variables que afectan.
No es nada difícil vivir y aprender en una escuela alegre donde el ambiente invite a la actividad y al diálogo, donde los maestros y las maestras tengan una presencia vigilante y lúcida y una actitud afectuosa que transmita seguridad y confianza. Una escuela con las puertas abiertas al entorno y a las familias, de manera que permita y estimule la posibilidad de establecer los puentes necesarios para favorecer el crecimiento y el desarrollo del alumnado.
La necesidad de establecer normas
No es cuestionable la necesidad de establecer unas normas que den seguridad a los niños y las niñas, que les permitan anticipar qué pasará a continuación, que les ayuden a descodificar las acciones y las intenciones de las personas de su alrededor y que favorezcan la consecución de la propia autonomía en un ambiente tranquilo y relajado donde se pueda jugar y crecer con tranquilidad. Además, la automatización de las propias acciones subordinadas al cumplimiento de estas normas, lo que llamamos "hábitos", les permitirá ser más competentes y menos dependientes de los adultos.
El desarrollo de la propia autonomía, sin embargo, no se favorece si siempre está todo decidido, si los niños y las niñas no tienen la oportunidad de escoger, si el adulto lo controla todo e impone siempre su autoridad. La autonomía se desarrolla, sobre todo, a través de las relaciones entre iguales -que, generalmente, son más flexibles que las relaciones con los adultos- permiten más intercambio y no coaccionan tanto la libertad.
El ejercicio de la autoridad por parte del docente, sin embargo, es necesaria ya que, por un lado, los niños necesitan un referente seguro y, por otro, es el adulto quien debe velar por su seguridad física y debe estimular su desarrollo.
Así, pues, la escuela debe establecer unas normas que deben facilitar la vida de los niños y las niñas y que deberían ser pocas, útiles y consecuentes. Se debería asegurar que ellos las conociesen y comprendiesen su finalidad. Esto no siempre es posible: no se puede evitar que algunas imposiciones no tengan sentido para los alumnos más pequeños, ya que hay muchas situaciones que limitan la libertad infantil (por ejemplo, recoger los juguetes y dejar el juego cuando es hora de ir a comer). Hay que evitar, sin embargo, las prohibiciones y obligaciones exageradas que hacen que los niños y las niñas no puedan ejercer nunca su libertad. También hay que evitar que la adquisición de unos hábitos o el cumplimiento de unas normas se conviertan solo en órdenes que hay que obedecer, como si nunca se pudiesen transgredir, variar o cambiar ni lo más mínimo. A veces, la excesiva normativización se convierte en una obligación que hace perder su sentido educativo, como si las normas impuestas no persiguiesen otra finalidad que su propio cumplimiento; por ejemplo: puede tener sentido ponerse en fila para desplazarse por la calle con el fin de evitar los peligros que puede representar andar desperdigados, para facilitar los comentarios y el aprendizaje, etc; en cambio no tiene mucho sentido hacer una fila para ir al patio si está al lado del aula, o para ir al lavabo si se puede hacer a diferentes ritmos.
Las reglas externas llegan a ser las del alumno (propiamente suyas) únicamente cuando él las adopta o las construye por voluntad propia. Desafortunadamente, la manera en que la mayoría de niños y niñas aprenden las normas sociales es a través de la obediencia a los adultos, que son los portadores de la autoridad (Kamii, C y De Vries, R., 1985).
Muy a menudo, en las escuelas, hay una serie de imposiciones inútiles, que están establecidas por tradición escolar y que se mantienen, sencillamente, porque nadie ha analizado su coherencia educativa. Muchas veces, los educadores y educadoras actuamos como si el mundo no estuviese cambiando a cada momento, como si los conocimientos pedagógicos no progresasen y aplicamos las mismas estrategias didácticas que nos habían aplicado a nosotros.
Las normas se deben adaptar a las diversas necesidades, características y momentos de desarrollo del alumnado. Es necesario que tengamos presente que cualquier norma implica unas obligaciones que se deben cumplir y unos derechos que hay que respetar y que afectan tanto a los adultos como a los niños y las niñas.
El desarrollo de las actividades y la vida cotidiana
El espacio y los materiales
Todos los maestros estaríamos de acuerdo en que el espacio y los materiales tienen que ser educativos. La mayoría de las aulas de educación infantil están organizadas a partir de esta premisa y las normas que se aplican van en esta dirección. Sin embargo, podríamos cuestionarnos algunos aspectos.
El espacio demasiado grande, que comporta inseguridad, contrapuesto al espacio demasiado pequeño, que no permite moverse todo lo necesario por estar lleno de mesas; la obligación de mantenerse sentado demasiado rato, cuando sabemos que los niños y las niñas necesitan moverse; también la prohibición de salir del aula si no es con la maestra o el maestro, hecho que favorece que mantengan su inseguridad a la que pasan las puertas de la clase.
Bajo una extraña idea según la cual los niños y niñas solo aprenden cuando están trabajando quietos, bien sentados y utilizando papel, en su aula y con su maestra, no se les permite desarrollar su curiosidad, ejercitar su deseo de explorar ni establecer relaciones con los otros adultos de la escuela: por ejemplo, acompañar a la maestra a buscar un material, a hacer fotocopias o a plastificar es una buena oportunidad de aprendizaje que, generalmente, se desaprovecha. En cambio, los maestros y las maestras se rompen la cabeza buscando salidas interesantes que favorecen el conocimiento de otras situaciones que, a veces, resultan menos comprensibles que las que se vivirían dentro de la propia escuela o en el entorno más próximo (así pues, es más comprensible ir a tirar el papel o vidrio al contenedor, que llenar toda una serie de fichas que hablen del reciclaje).
Por lo que se refiere a los materiales, todos sabemos que es necesario que sean adecuados, ricos y variados de manera que estimulen la exploración, el establecimiento de relaciones significativas, el recuerdo de conocimientos y situaciones vividas, etc. No obstante, establecemos normas que sirven de impedimento para que todo esto se pueda hacer realidad: por ejemplo, en muchas escuelas se prohíbe que los niños y las niñas lleven material de su casa (su juguete predilecto, aquello que le compraron ayer, el oso que se lleva a dormir y que quiere mostrar a sus compañeros o que quiere llevar consigo para tener algo de casa que le dé seguridad). Es bien cierto que esta imposición evita conflictos, sobre todo a los padres (es mucho más cómodo que la escuela prohíba que se lleven objetos que negociar con el niño o la niña qué se puede llevar y qué no). Sin embargo, las posibilidades de aprendizaje que proporcionaría poder llevar objetos a la escuela son infinitas: de esta manera, el niño o la niña aprende pronto que aquello que lleva a la escuela es para compartirlo con los compañeros, por lo tanto es él quien decide qué se quiere llevar; la negociación previa con los padres le permite defender y argumentar sus decisiones; el hecho de mostrar el juguete o el objeto a sus compañeros favorece su expresión y el recuerdo de vivencias; el hecho de tenerlo que compartir permite la ejercitación de la negociación entre iguales y de la capacidad de empatía (a veces el adulto tendrá que intervenir para acercarlo a la comprensión del punto de vista del otro); se enriquece el juego de todos los niños y niñas al haber materiales diversos; y la posibilidad de llevar algo de casa da seguridad a los más inseguros o ayuda a superar aquellos momentos de ansiedad; etc.
En cambio, la opción contraria, la prohibición de llevar algo a la escuela, solo permite aprender a obedecer y a menudo enseña a engañar a los padres y a los maestros (he visto niños y niñas que cuando pensaban que nadie les veía sacaban del calcetín el coche que habían escondido estando en casa).
Los horarios y las actividades
El hecho de disponer de un horario que establezca rutinas a lo largo de la semana es totalmente indispensable. Cabe analizar, sin embargo, si el horario que tenemos establecido es el más adecuado para satisfacer las necesidades del alumnado, y también es necesario que seamos capaces de modificarlo cuando sea necesario.
El horario debe contemplar la satisfacción de las necesidades físicas, debe permitir el desarrollo de las actividades de una manera relajada y debe aplicarse con la flexibilidad necesaria, saltándolo cuando convenga.
Por lo que se refiere a las actividades, se tienen que realizar propuestas interesantes que representen un reto (si son demasiado sencillas aburren enseguida, si son demasiado complejas los niños y las niñas se cansan rápidamente). Se deben organizar de tal manera que todos puedan participar, sin necesidad de esperar el turno para que la maestra o el maestro diga si lo ha hecho bien o cómo lo tiene que hacer. Si fuésemos capaces de calcular los ratos que pasan nuestros niños y niñas esperando, quizá descubriríamos que son más que los que pasan haciendo algo útil para su desarrollo. Aprenden sobre todo haciendo, y muy a menudo haciendo aquello que desean. El hecho de que hagan, sobre todo, aquello que nosotros proponemos no es ninguna garantía de que aprendan más ni mejor.
Las relaciones entre niños y con los adultos
Estas relaciones están regidas por una serie de normas que son más o menos explícitas, dependiendo de cada escuela. Deberíamos, sin embargo, plantearnos cómo tendría que ser esta relación a fin de que fuese lo más provechosa posible.
Como ya he dicho antes, el aprendizaje se da, sobre todo, a partir de la relación entre iguales. Las normas que hacen referencia al aprendizaje deberían ir, pues, encaminadas a favorecer dichas relaciones, que serán más ricas cuanto más variadas puedan ser: entre edades distintas, maneras de hacer distintas y culturas distintas.
Por lo que se refiere a las relaciones con el adulto, hay que huir del autoritarismo y también de la permisividad. La relación entre el adulto y el niño o niña se tiene que fundamentar en el respeto.
Lo más difícil es pasar de la actitud autoritaria a la actitud de ayuda. Todo nos ha preparado para la actitud autoritaria. La autoridad que hemos sufrido durante nuestra escolaridad comporta que, inconscientemente, tendamos a ejercerla también nosotros (Freinet, C, 1974). Sin embargo, hay que tener en cuenta que un exceso de permisividad hace sentir inseguro al alumnado, sobre todo a aquellos niños o niñas que son más débiles y ven, estupefactos, cómo los más osados se saltan todas las normas y nadie les dice nada.
Es necesario que mantengamos unas relaciones regidas por el afecto y la transmisión de seguridad con uno mismo, con el fin de estimular a los niños y las niñas a progresar. Dar seguridad es satisfacer equilibradamente cuatro necesidades fundamentales del alumnado: el afecto, la aceptación, la autoridad y la estabilidad (Folch i C, L; Folch i S, L. y Folch J, 1995).
Deberemos tener en cuenta la manera de ser de cada niño o niña, sus intereses y sus circunstancias personales. Solo así podremos mantener unas relaciones lo más estimulantes y adecuadas con cada uno.
Las relaciones con el entorno y con las familias
Tanto la familia como la escuela se insertan en un contexto social más amplio que influye en cada uno de los sistemas, en las relaciones entre sí y en el desarrollo y los aprendizajes del niño o la niña. Tanto en la escuela como en casa, la persona -en la infancia pero también en cualquier edad- aprende porque no se puede aprender si no es viviendo y, a la vez, es imposible vivir sin aprender (Benlloc, Feu, Sellarès, 2002).
Se vuelve difícil, por lo tanto, separar la vida del alumno o alumna en pedacitos, como si lo que se vive en un lugar no tuviese ninguna relación con lo que se vive en otro. Los niños y las niñas viven y aprenden en casa, en la calle, en la escuela, etc. Y son el conjunto de vivencias y, sobre todo, las relaciones que establecen entre unas y otras, las que permiten progresar y aprender. Los padres y los maestros, la escuela y la familia, son interdependientes y pueden ayudar o entorpecer el establecimiento de estas relaciones.
La familia y la escuela proponen actividades que implican a adultos y pequeños, las cuales, de manera adecuada a cada edad, promueven el aprendizaje y estimulan la autonomía mental y personal de los niños y las niñas. En las actividades de "participación guiada" (Rogoff 1993) el adulto, experto, organiza e inicia la actividad y el niño o la niña participa aportando sus acciones o representaciones. A través de estos intercambios se establecen las relaciones entre adultos y pequeños que marcarán los futuros estilos de relación de los niños, se organizan hábitos y rutinas y se transmiten habilidades, conocimientos, actitudes y valores.
Tanto en la construcción de la identidad del alumnado, como en la construcción de conocimientos, la escuela y la familia ejercen funciones diferenciadas y complementarias. La escuela es la encargada de promover el aprendizaje intencionadamente y los maestros y maestras, los profesionales que se tienen que ocupar de ello.
Las normas de la escuela deberían ir encaminadas a facilitar el intercambio entre escuela y familia y la participación de los padres en las actividades pedagógicas. La escuela puede contribuir a la aparición de dificultades cuando espera del alumnado unos requisitos y una disponibilidad que no siempre están a su alcance. Las dificultades de los niños y las niñas no son ajenas a las historias y a las dinámicas familiares.
Se vuelve necesario, pues, potenciar la entrada de los padres y las madres en las aulas, estimular su participación en las actividades escolares (fiestas, actividades concretas, etc.), facilitar y hacer fácil las entrevistas convirtiéndolas en un intercambio de información en ambas direcciones, no en un discurso unidireccional.
En conclusión, nos hacen falta normas para poder vivir y trabajar; estas, sin embargo, se deben elaborar sin prisas, deben ser fruto de la reflexión, se tienen que poder revisar y modificar siempre que sea necesario y, sobre todo, no deben perder de vista la finalidad educativa de la escuela.

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